La audaz propagandista, Lady Mary Wortley Montagu
¿Audaz, inconformista, poetisa o pionera médica? Quizá todas estas cosas, pero de cualquier forma una mujer independiente y ajena a la estrechez moral de la sociedad de su época.
Nacida a finales del siglo XVII, parece una mujer del XXI. Inconformista hacia sus limitaciones sociales por su condición de mujer, viajera, conectada a otras culturas, con amores escandalosos, feminista y, siempre, un blanco para los misóginos. Poetisa y prosista.
Avalado por algunos libros excelentes (Figura 4) y cientos de poemas y cartas, textos de consulta ineludible para entender aquel momento histórico o la cultura turca. En sus escritos se mezclan política y amores, ensalza a los clásicos y lanza dardos ponzoñosos a sus enemigos, que son parte importante de su vida, tanto o más que sus amigos. Pionera médica o con más precisión, una excelente observadora y comunicadora.
Populariza en Europa el conocimiento que se tenía de la inoculación en Oriente. Incluso experimenta esa práctica con sus propios hijos. En su lucha a favor del método tiene que remar contra la oposición del clero y gran parte de la ciencia médica de la época.
Lady Mary Wortley Montagu, de soltera Mary Pierrepont (Figura 5), nace el año 1689 en el seno de una de las principales familias de la sociedad británica y es la mayor de cuatro hermanos. Su padre es el Duque de Kingston y Caballero de Yorkshire y su madre Lady Mary Fielding, que muere después de alumbrar a su cuarto hijo. Los niños son criados por la abuela paterna, a la que Mary ayuda ejerciendo el papel de madre para sus hermanos.
Brillante y autodidacta, aprende latín con un diccionario tomado de la biblioteca de su padre. Luego dominará el francés, el italiano y el griego. Se apasiona por la poesía y llega a decir:"Ningún entretenimiento es tan barato como la lectura, ningún placer es tan duradero.
Si una mujer puede disfrutar de una obra literaria, no buscará nuevas modas ni diversiones costosas, ni compañías variadas". Llega a escribir con veinte años al obispo de Salisbury lamentándose de las limitaciones que la sociedad imponía a las mujeres para elevar su formación cultural.
Se casa con Edward Wortley Montagu en 1712, que se sentía atraído por su cultura y con el que compartía la admiración por los clásicos, tiene veintitrés años.
En diciembre de 1715, Lady Mary sufre en su propia carne los efectos de la viruela. La enfermedad deja huellas en su cara, demacra su buena apariencia, pierde las pestañas. Escribirá el poema “Flavia” en el que se lamenta de la belleza perdida, de la perfidia de los espejos que le devuelven una imagen desfigurada, de tener que utilizar afeites para disimular las marcas de las cicatrices. La viruela ya se había cobrado dos años antes la vida de su hermano. Lady Mary siempre mostrará una sensibilidad especial hacia la enfermedad.
A mediados de 1716, su marido es nombrado embajador en la corte otomana. Un largo viaje de cuatro meses entre enero y abril de 1717, conduce a la familia desde Viena hasta Constantinopla. La estancia durará dos años. La ciudad les será mostrada desde una perspectiva oficial.
Avenidas, palacios, embajadas, hoteles, en un acercamiento impregnado de la dominante visión masculina. Lady Mary escapa pronto a eso. Se viste de varón para entrar en una mezquita. Toma clases de árabe. Su condición de mujer le permite acceder al invisible mundo de las mujeres árabes.
Es lo que configurará su particular mirada sobre Constantinopla. Visita varias veces el harén del sultán, la invitan en casas turcas.
Establece una respetuosa relación con aquellas mujeres de las que admira su cultura y a las que no juzga, como era costumbre, con los valores de la aristocracia inglesa. Llega a entender que ellas no consideren una lacra llevar velo, al contrario, les permite gran libertad de movimientos, pasean sin ser molestadas o reconocidas. Ella misma lo experimenta en alguna ocasión. Lady Mary escribe cartas a sus amigos, la princesa de Gales, Alexander Pope o el abate Conti, donde les cuenta sus experiencias viajeras.
En una de estas cartas, fechada el 1 de abril de 1717 y dirigida a su amiga Sarah Chisvell, da detalles sobre el viaje, los casos de peste que encontraron o las primeras impresiones de la gente de Constantinopla. También describe el procedimiento empleado para combatir la viruela y la percepción que tenían sobre esta enfermedad:
“A propósito de enfermedades le voy a contar algo que le produciría, estoy segura, el deseo de estar aquí. La viruela, tan fatal y frecuente entre nosotros, aquí es totalmente inofensiva gracias al descubrimiento de la inoculación, (así es como la llaman).
Existe un grupo de mujeres ancianas especializadas en esta operación. Cada otoño, en el mes de septiembre, que es cuando el calor se apacigua, las personas se consultan unas a otras para saber quién de entre ellos está dispuesto a tener la viruela.
Con este propósito forman grupos y cuando se han reunido (habitualmente unos quince o dieciséis), la anciana acude con una cáscara de nuez llena de la mejor materia variolosa. Pregunta qué vena se ha elegido. Pincha rápidamente con una aguja gruesa en la que se le presenta (esto no produce más dolor que un vulgar rasguño) e introduce en la vena tanto veneno como cabe en la punta de la aguja y, después tapa la pequeña herida con un pedazo de la cáscara vacía; pincha de la misma manera cuatro o cinco venas.
Los griegos tienen como costumbre, por superstición, pinchar una vena en medio de la frente, otra en cada brazo y en el pecho, trazando así el signo de la cruz, pero esta práctica tiene desastrosas consecuencias, ya que todas estas heridas dejan pequeñas cicatrices, y los que no son supersticiosos prefieren que se les pinche en las piernas o sobre una parte del cuerpo que permanezca cubierta.
Los niños o jóvenes pacientes juegan juntos durante el resto del día y se encuentran en perfecta salud hasta el octavo día. Entonces comienza a subirles la fiebre y guardan cama durante dos días, rara vez tres.
Excepcionalmente, les salen veinte o treinta pústulas en la cara, que nunca dejan marcas, y en ocho días están tan repuestos como antes de padecer la enfermedad. […] Cada año, miles de personas se someten a esta operación y el embajador francés dice con complacencia que aquí se toma la viruela a modo de divertimento como en otros países se toman las aguas.
No se conoce ejemplo de alguien que haya muerto por ello y puede creer que la experiencia me parece tan inofensiva, que tengo la intención de ensayarla en mi querido hijo”.
Lady Mary muestra más adelante una clara decisión: “soy lo bastante patriota para tomarme la molestia de poner de moda en Inglaterra este útil descubrimiento y no dejaría de proporcionar todos los detalles por escrito a ciertos médicos nuestros si conociera alguno que tuviese tanta virtud como para renunciar a parte de sus ingresos por el bien de la humanidad, pero esta enfermedad es demasiado lucrativa para ellos: nos arriesgamos a exponer a su resentimiento al audaz pionero que ose intentar ponerle fin. Puede que, si vuelvo viva, tenga el valor de guerrear contra ellos”. Curiosamente, Sarah, la destinataria de la carta, morirá por viruela, nueve años después.
Lady Mary toma partido por la causa de la inoculación. Ha tenido conversaciones con Timoni, al que Edward Wortley ha contratado para trabajar junto al médico de la Embajada, Charles Maitland. En marzo de 1718, estando su marido de viaje en Sofía, Lady Mary indica a Maitland que inocule a su hijo de cinco años. Ha decidido por sí misma.
La iniciativa se repite cuando vuelven a Londres. Es el turno de la hija pequeña de los Wortley. No había sido inoculada en Constantinopla para evitar que su nodriza se contagiase. Maitland, que los ha acompañado, será de nuevo quien supervise la operación.
Esta vez hay notables espectadores. La Princesa Carolina, esposa del Príncipe de Gales, junto a otros miembros de la familia real y varios médicos de la Corte, entre ellos Sir Hans Sloane, presidente de la Royal Society y médico personal de los Reyes. Todos presencian la primera inoculación efectuada por sanitarios en Inglaterra, abril de 1721.
Maitland recibe poco después permiso para llevar a cabo un ensayo clínico. Seis condenados a muerte de la prisión de Newgate, tres hombres y tres mujeres, aceptan inocularse a cambio del perdón. Se llamó el Real Experimento y corría el 9 de agosto de 1721.
El procedimiento es supervisado por médicos de la corte junto a otros 25 colegas, miembros de la Royal Society y del Colegio de Médicos. Los presos sobreviven, incluso uno de ellos que es expuesto al contacto con dos niños enfermos de viruela.
Quedan libres. Se repite otra vez y con igual éxito la experiencia, tomando esta vez como sujetos a seis niños del hospicio de Westminster. Finalmente, el 17 de abril de 1722, la Princesa de Gales hace inocular a sus dos hijas, Amelia y Carolina. La práctica adquiere así un cierto nivel de aceptabilidad entre la clase médica.
La noticia del experimento trasciende popularmente por el seguimiento que efectúa la prensa contando sus excelentes resultados. Otro médico inglés, Mead, hace la prueba de inoculación a la manera china en una joven, también encarcelada. Aunque inicialme nte lo pasa mal y sufre complicaciones, se recupera y también obtiene el perdón.
Hay voces que se alzarán, no obstante, contra la nueva medida preventiva. El reverendo Edmund Massey, que había predicado acerca de los “beneficios” de la peste como manifestación del juicio divino, atacó la variolización por evadir el “Castigo de Dios”.
El pastor Wagstaffe criticó que “una experiencia hecha por mujeres ignorantes, de un pueblo analfabeto e irreflexivo, se introdujera en el Parlamento de una de las naciones más civilizadas”. Lady Mary contesta a este último con un elogio de la variolización que pone en boca de un “mercader turco”: “yo no vendo drogas, no tomo dinero, solo quiero persuadir a la gente de la seguridad y del carácter razonable de esta simple operación”. El debate acompañará siempre a la variolización.
Lady Mary abandonará Inglaterra en 1739, para no volver hasta después de la muerte de su marido. Le sobrevive un año ya que fallece en agosto de 1762. Aunque abandona a su marido, mantiene toda su vida correspondencia con él.
Escribe poesía, hace crítica literaria, viaja por Italia y sur de Francia, es criticada por algunos, como Pope, antaño su admirador. Considerada por algunos como la mujer inglesa más interesante de su época, independiente, excéntrica, todo un personaje. Amiga de Addison o Swift, escribió sobre los Viajes de Gulliver “se trata de un libro fuera de serie, de gran elocuencia, con el que (Jonathan Swift) ha buscado conmover y persuadir al público de que los seres humanos no son nada más que bestias”.
Savater la elogia en un artículo (El País, 20/10/2001), donde apunta su valoración del papel de la mujer otomana y su actitud civilizada “no puede tenerse por culta a la persona que sólo conoce su propia cultura…. es absurdo hablar de choque de civilizaciones: sólo hay una civilización, la que proyecta más allá de las limitaciones culturales con las que uno ha nacido y nos urge a comprender, aunque no forzosamente a compartir, las restantes formas que ha sabido darse el espíritu humano”.
Recoge también su carta al abate Conti, ya de vuelta de Turquía, donde Lady Mary finge envidiar a los que no viajan y por tanto nada añoran, los felices ingleses que creen que el vino griego es repugnante y su cerveza sublime, los que consideran que los higos o las frutas exóticas no son comparables a un buen filete de buey y acaba diciendo. “¡Ojalá Dios me permita a mí también pensar así para, contentándome a partir de ahora con la nublada luz que este cielo nos dispensa, sepa olvidar poco a poco el estimulante sol de Constantinopla”.
Volvió a disfrutar, sin embargo, del sol del Mediterráneo durante su voluntario exilio. A los 69 años contaba “no me he mirado al espejo desde hace once años” y prueba de su fino sentido del humor, dicen que sus últimas palabras fueron: “Ha sido todo muy interesante”.