El alarmismo del invierno pasado contrasta con el silencio de este aunque el brote es más intenso y dañino. El año pasado por estas fechas estábamos poniendo el grito en el cielo. Los diarios llenaban las portadas con noticias de una gripe que no parecía nada del otro jueves. Mientras tanto, los gobiernos enviaban mensajes confusos y la gente solo veía que se había malgastado un montón de millones en unas vacunas que no usaríamos nunca.
Unos meses después, la crisis de la gripe A parecía olvidada. Solo quedaba en la memoria colectiva un sentido de estafa que no se correspondía mucho con el peligro potencial que había habido, ni con todos los esfuerzos coordinados para prepararnos para el peor de los casos, que por suerte nunca llegó. Se ha escrito mucho sobre este tema y se ha discutido hasta el agotamiento sobre quién tenía razón. No vale la pena seguir dándole vueltas: es más importante mirar hacia adelante y asegurarnos de que la próxima vez lo haremos todos mejor. Se pueden aprender muchas lecciones de cómo se ha gestionado la respuesta a las últimas gripes. Quizá la más importante es que no podemos tomar decisiones de sanidad pública sin implicar al público.
Parece una obviedad, pero los hechos demuestran que aún no lo hemos resuelto. Si quienes mandan no son capaces de comunicar con claridad qué está pasando, sin los alarmismos del año pasado ni los silencios de este, solo conseguiremos generar desconfianza.