Interesante artículo aparecido en The New York Times firmado por la Dra. Dean, profesora de bioestadística de la Universidad de Florida, que por su relevancia hemos considerado necesaria su reseña.
Tras repasar someramente el estado del desarrollo de las vacunas pandémicas, piensa que el proyecto Warp Speed del gobierno de los Estados Unidos hace sentirse incómoda a parte de su población. De hecho, en una encuesta llevada a cabo entre habitantes de ese país en el mes de mayo, el 20% de los participantes respondió no estar dispuesto a recibir una vacuna pandémica y el 31% dijo no estar seguro de hacerlo. Al hilo de estos resultados, no hay que olvidar que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera la reticencia vacunal como una de las mayores amenazas para la salud pública.
Sin embargo, estas reticencias no deben sorprendernos. ¿Por qué pensamos que los americanos estarían de acuerdo con una vacuna antes de que ésta se encuentre disponible? Es razonable ser escéptico ante una vacuna que todavía no existe, dice el Dr. Paul Offit, que añadió: “soy un investigador e incluso así, me situaría en el lugar de los indecisos”. Lo que tenemos hasta ahora, prosiguió, es un conjunto de datos en animales y de datos de respuestas inmunes y de seguridad que proceden de fases muy iniciales de ensayos clínicos. Todavía no disponemos de la evidencia que me convencería para recibir la vacuna o para recomendarla a mis seres queridos. Esa evidencia debe proceder de ensayos clínicos de gran número de participantes, que por el momento, se encuentran en fases iniciales. Algunas personas argumentan que ya tenemos suficientes datos de seguridad e inmunogenicidad, por lo que podemos comenzar a vacunar, lo que se trata de un grave error.
Es posible que algunas de las vacunas frente al SARS-CoV-2 no eviten del todo la infección, pero sí pueden evitar padecer una enfermedad grave, tal como ocurre con la vacuna frente a la gripe. Pero la pregunta que surge es: ¿a cuánta gente necesita proteger antes de que se recomiende su uso sistemático? Lo ideal sería que las tasas de enfermedad fueran un 70% inferiores en vacunados respecto a los no vacunados. La OMS considera que una vacuna debería tener una efectividad mínima del 50%, promediada entre todos los grupos de edad. Este punto de referencia es crucial porque puede ser peor tener una vacuna poco efectiva que no tenerla. En este caso, algunos vacunados podrían comportarse como si fueran invulnerables y exacerbar la transmisión del patógeno. Además, es muy costoso desarrollar una vacuna de esas características, distrayendo la atención de otros esfuerzos y medidas que conocemos que funcionan, como llevar mascarillas.
Lo último a examinar de la fase III es la seguridad para monitorizar efectos adversos poco frecuentes y no detectados en las fases previas, del tipo de la potenciación inmune, en el que el sistema inmune de un vacunado sobrerreacciona a la infección provocando un cuadro clínico grave que precisaría de hospitalización.
La velocidad de los ensayos depende de la rapidez con la que se pueda detectar una diferencia entre vacunados y no vacunados. Si dos vacunados enferman frente a diez de los que recibieron placebo, podría tratarse del azar, pero si fueran veinte comparados con cien, estaríamos más seguros de que la vacuna funciona. La clave para disponer de resultados con rapidez es llevar a cabo los ensayos en puntos calientes (hot spots) donde circule el patógeno con profusión y sea, por tanto, más probable contraer la infección. Se puede, incluso, utilizar equipos vacunadores móviles, para que se desplacen a esas áreas y llevar de esa manera el ensayo clínico a la población. Combinando esfuerzos, en unos tres-seis meses se podrían generar los datos suficientes de seguridad y de eficacia suficientes para que las farmacéuticas presentaran los correspondientes expedientes a las autoridades regulatorias para una rápida revisión.
Asimismo, se podría aprobar una vacuna sin datos definitivos de eficacia, solamente en base a datos de respuestas inmunes. Una precondición para llegar a esta situación sería la imposibilidad de llevar a cabo ensayos de eficacia por tratarse de una enfermedad muy infrecuente que, por tanto, precisaría de cientos de miles de participantes que, además, deberían seguirse durante varios años. Pero este no es el caso de la COVID-19.
Otra de las maneras por las que se podría aprobar una vacuna se fundamentaría en los títulos de anticuerpos generados por la misma, pero hasta el momento, tampoco conocemos qué nivel de anticuerpos implicaría protección.
Teniendo presentes estos hechos, la Food and Drug Administration de los Estados Unidos se ha comprometido, en el caso de esta vacuna, a utilizar los métodos tradicionales de aprobación y, si se ajusta a las recomendaciones de la OMS, las vacunas, antes de aprobarse, deberían tener al menos una efectividad del 50%.
En cualquier caso, persiste la preocupación de que la presión de la población pueda empujar a que se apruebe un producto sin los estándares requeridos. Puede haber países que decidan aprobar una vacuna con evidencias más débiles. Rusia, por ejemplo, proclama que en unas pocas semanas aprobará una vacuna.
Debemos resistir al deseo de acelerar el proceso de aprobación. Fabricar vacunas es duro y laborioso, y debemos prepararnos para que alguna de las muy prometedoras no cumpla con los requisitos regulatorios. Por otra parte, los investigadores y los gobiernos deben estar comprometidos con la transparencia, de manera que la población vea por sí misma los resultados y comprenda las decisiones que adopte el regulatorio.
Esperar en la situación en la que nos encontramos ahora a la aparición de una vacuna puede parecer una tortura, pero es lo correcto. Con tantas vacunas potenciales en ensayos clínicos, los científicos son optimistas de que habrá una vacuna segura y efectiva: no podemos poner en peligro a la salud pública y a la tan trabajosamente confianza en ella depositada aprobando algo que no se ajuste a los estándares aceptados.
Traducido y adaptado por José A. Navarro-Alonso M.D.
Pediatra. Comité Editorial A.E.V.
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