A medida que las economías mundiales están ansiosas por reactivar sus actividades y la población busca retomar cierta normalidad, aumenta la presión en algunas instancias para que se elabore una especie de certificado sanitario COVID-19 que ayude a materializar esos deseos. En la revista Science un epidemiólogo y una socióloga de la Universidad de Oxford abordan las consideraciones científicas, legales y éticas implícitas a la posibilidad de materializarse la aprobación y emisión de ese certificado.
Hasta ahora el pasaporte sanitario más conocidos es el Certificate of Vaccination of Prophylaxis de la Organización Mundial de la Salud, que certifica las vacunaciones frente al cólera, peste y fiebre tifoidea. Hay, por tanto, precedentes para un pasaporte COVID-19 que certifique que el portador puede viajar, estudiar, jugar y trabajar sin comprometer la salud individual o colectiva. Entre las nuevas propuestas está el “pasaporte verde” de Israel, el “Digital Green Pass” propuesto por la Unión Europea y el “My COVID pass” propuesto por el Africa Centres for Disease Control.
La pregunta que se debe plantear a este respecto es: ¿cuáles son los principios generales que deben tener esos pasaportes para garantizar que se usan de una manera apropiada?
Debe ser científicamente válido, de modo que sus titulares deben estar protegidos de la enfermedad y pueden, por consiguiente, llevar a cabo las actividades para las que se ha emitido el pasaporte y también, evitar sobrecargar los servicios asistenciales. Con carácter ideal, debería certificar que los titulares no son ni pueden ser una fuente de infección para otras personas.
En este sentido, las vacunas son muy efectivas para evitar síntomas y aumentan las evidencias de que podrían evitar también la transmisión. No hay vacunas perfectas y todavía está por determinar si cumplen los requisitos mínimos para evitar la infección y la enfermedad. La duración de la protección vacunal debe estar ligada a la fecha de expiración del pasaporte, quizás con opciones de revocarlo si las nuevas variantes comprometen su eficacia. Los pasaportes también deberían juzgarse por su ventaja comparativa respecto a las PCR o a los test antigénicos, que solo certifican que los individuos se encuentran temporalmente libres de infección, o a los testsde anticuerpos que no garantizan inmunidad a la infección o a la enfermedad.
El certificado debe ser portátil, barato y ligado con seguridad a la identidad del titular. Idealmente, debe estar estandarizado internacionalmente con credenciales verificables y basado en tecnologías interoperativas. La visión más ampliamente extendida es que los documentos deben evitar discriminaciones y la inequidad, y solo deberían servir para su propósito primario: proteger la salud individual y la de sus contactos.
El mayor riesgo de los pasaportes es que a las personas para las que la vacunación no es aceptable, no se haya ensayado, sea inaccesible o imposible, se les deniegue el acceso de bienes o servicios esenciales. Esto podría ocurrir si existieran reticencias vacunales o rechazo en ciertas minorías étnicas, si no hubiera datos de la eficacia vacunal en personas de riesgo -niños y embarazadas-, cuando los migrantes estén indocumentados, inaccesibles o carezcan de teléfonos inteligentes, cuando los pasaportes solo sean digitales o cuando haya personas que todavía no son elegibles para la vacunación -edad, ausencia de patologías de base…-. Estos ejemplos solo ilustran la necesidad de que esos pasaportes tengan alternativas y exenciones. Es muy importante que no se aplique para cuestiones laborales: sin pinchazo no hay trabajo (no jab, no job).
La COVID-19 es una nueva enfermedad y los retos que presentan los pasaportes vacunales y su uso, deberán estar guiados por la ciencia, la ejemplaridad, las tecnologías apropiadas y un uso razonable para todos.
Traducido y adaptado por José A. Navarro-Alonso M.D.
Pediatra. Comité Editorial A.E.V.